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Por Yohan González
A Monterroso y Reina María.
Marcia ha vivido rodeada de las anécdotas de los años en que sus padres estuvieron en la Unión Soviética. Creció escuchando historias sobre la vida en la universidad –“la Lomonosov” como le decían sus padres-, los fines de semana en el Park Kultury o los fines de años bailando con la música de Los Van Van en la embajada mientras afuera los termómetros descendían cual bolsa de valores en plena recesión. Su caligrafía, que muchos profesores admirarían por la calidad de su trazo, se forjó gracias a tantos fines de semana imitando la letra del título de maestría de su madre.
A diferencia de otras niñas de su edad, su lectura favorita no eran los libros infantiles sino los bellos y nostálgicos poemas que su padre le enviaba a su tía Mara, quien para aquel entonces estudiaba en una escuela al campo en Batabanó.
Marcia amaba los últimos domingos de cada mes, días que para ella eran los más alegres. En ese momento su casa se llenaba de la “familia rusa”, como cariñosamente le decía su papá, y que no eran nada más que los viejos compañeros de clase de sus padres, a quienes Marcia siempre ha llamado a cada uno como tío o tía y sus hijos siempre han sido sus primos.
Jamás sus padres volvieron a regresar a la Unión Soviética, un país que para cuando ella aprendió a descifrar las complejidades del mapamundi era más pequeño que antes y ahora se llamaba Rusia, pero siempre albergó la esperanza de visitar la tierra en la que sus padres se conocieron y en la que, quizás con un poco más de suerte, habría nacido y se sentiría aún más unida a ella. Para ella Cuba y aquella tierra eran sus dos patrias, dos lugares a los que había aprendido a querer. Uno desde la realidad de la dureza y el sacrificio familiar durante los años del Período Especial y el otro desde la añoranza de los viejos recuerdos e historias de sus padres. Sigue leyendo