Por Armando Chaguaceda [1]
Una verdad medias, repetida hasta el cansancio, es el compromiso de la izquierda latinoamericana con la democracia. Supuestamente, tras la caída del Muro de Berlín y con el fin de las dictaduras anticomunistas, el progresismo continental habría abrazado principios como la participación en elecciones, la organización civil, legal y pacífica y la defensa y léxico de los Derechos Humanos. Abandonando –por superado- aquel paradigma radical, hijo de la escuela leninista y las condiciones del clandestinaje, que consagra el culto a la disciplina y organización guerrilleras, el rechazo a toda política reformistas y el autoconvencimiento de ser una vanguardia, imbuida de superioridad moral frente al resto de una sociedad reaccionaria o inmadura. Elementos que, en condiciones de oposición heroica a los gorilas, podrían manifestarse como épica salpicada de dogmatismo. Pero que una vez conquistado el poder – como sucedió en Cuba y, por corto tiempo en Nicaragua- convirtieron a los antiguos revolucionarios en un poder tan absoluto e implacable como el del tirano derrotado.
Bajo la legitimidad –y garantías- del proyecto democrático, nuestras izquierdas impulsaron la innovación participativa en gobiernos locales, encauzaron protestas contra las políticas de privatización y frente al despojo de las trasnacionales. Castigaron gobiernos corruptos y alcanzaron, en buena parte del continente y mediante las urnas, el poder nacional. En dos siglos de vida republicana, nunca habían logrado tanto avance como en estos años de inserción en la vida democrática.
Sin embargo, un segmento de esas izquierdas revela permanentemente que cambió de formas pero no de esencias. Su mentalidad siguió siendo tan intolerante como la de sus padres fundadores y, paradójicamente, emula con lo peor de las derechas locales. Si se valieron de los Derechos Humanos frente a presidentes neoliberales, ahora denuncian ese discurso como “propaganda del Imperio”. Si defendieron la autonomía de sus movimientos ante los partidos de la burguesía, ahora la prescriben para los ciudadanos que les adversan. Si promulgaban el pensamiento crítico frente al totalitarismo del mercado, ahora recuperan el culto monolítico al líder, al partido y a la causa. La mezcla de silencio o solidaridad vergonzantes que han practicado con el gobierno represor de Nicolás Maduro es apenas un capitulo reciente. Su lealtad, añeja y resiliente, la preservan para el régimen y discurso que, después de medio siglo, siguen (auto)denominándose “la Revolución Cubana”. Sigue leyendo →
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