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Por Tato Quiñones
(Bateo. Cub. Discusión acalorada. // Protesta enérgica)
El viernes 8 de agosto, alrededor de las seis de la tarde, mi nieta, su abuela y yo arribamos a la terminal de embarque del aeropuerto internacional José Martí donde la pequeña (para nosotros lo sigue siendo, pese a que está por cumplir los 26 años) después de tres semanas de vacaciones en Cuba, debía tomar el vuelo 0946 de Air France con destino a París.
Como era de esperar, dos de las tres puertas de correderas automáticas para la entrada estaban clausuradas y, la única en uso, flanqueada por dos rejas de acero galvanizado de más de un metro de altura, en torno a la cual se aglomeraba la consabida molotera.
Muy cerca, estacionado junto al contén, un carro patrullero de la policía.
Dado que estábamos al tanto de las restricciones impuestas por la gerencia de la terminal aeroportuaria de La Habana a los acompañantes de los viajeros, ya en el taxi que nos condujo nos pusimos de acuerdo: entraríamos a la terminal como Pedro por su casa, prodigando las buenas tardes a diestra y siniestra y mirando recto a los ojos de los custodios. Así lo hicimos y ninguno de los cuatro agentes de seguridad (todos vestidos con el mismo traje azul y la misma corbata lo que los asemejaba–dicho sea con el debido respeto– a músicos de una charanga danzonera de los años cuarenta) nos respondió el saludo. Ninguno se decidió a detenernos.