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Por Rogelio M. Díaz Moreno

La figura de Fidel Castro (FC) generó y generará una intensa polarización. Poderosos intereses involucrados se vieron afectados de una u otra forma, en los escenarios afectados por la vida de aquel. Por largo tiempo, resultarán impracticables balances y análisis objetivos sobre su legado. Sin embargo, el proceso conocido como revolución cubana ha de tener claves, sentidos trascendentes, que lo han vuelto reconocido y diferente de la “normalidad” del capitalismo tercermundista. Es una necesidad estratégica, tanto para las urgencias de hoy como para la vida de mañana, buscar tales elementos; aprehender “lo revolucionario” sucedido acá.

Reivindicar democracias reales, la igualdad y respeto a todas las vidas humanas, la supremacía de las comunidades de personas sobre el capital, son hoy reivindicaciones que, en Cuba, presentan aspectos muy especiales. Encima, el acontecer nuestro, nos guste o no, tiene en vilo muchas fuerzas en todo el mundo, progresistas y reaccionarias. Nuestro futuro, indisolublemente ligado a la evolución de
acontecimientos a escala mucho mayor, también significa fortuna o tragedia para innumerables seres humanos.

La premisa del oficialismo sobre la excepcionalidad del Gran Jefe acarrea ella misma un riesgo nefasto. Cualquier variante de culto personal tiene, como reverso, una naturaleza reaccionaria y fatalista, incapaz de evolucionar y salir adelante en circunstancias siempre nuevas, dialécticas, desafiantes. Si existiera un ser tan divino y tan único, el proyecto que deje al partir se quedaría sin fuerzas ni luces y empezaría a derrumbarse.

Empero, nosotros defendemos una realidad digna de trascendencia. Hay que partir entonces de comprender que lo revolucionario, en Cuba, no nació del capricho de una persona. No fue el sueño de un caudillo carismático, ni la obra de un ingeniero social al que adorar o vilificar. Lo mejor y más valioso de la revolución cubana estuvo siempre en su base social más humilde, desde los tiempos de la colonia española en los que maduraban las primeras y tímidas ideas de libertad, soberanía y nacionalidad propias.

Si uno se remonta a las guerras de liberación del siglo XIX, ve que patricios blancos dirigieron los primeros alzamientos armados. Ahora bien, de no haber reconocido la valía y reivindicaciones de la gran masa campesina, negra, mestiza, aquellos no hubieran durado tres semanas en el monte, bajo el asedio del poderoso ejército español. La continuidad de los primeros intentos no hubiera sido posible sin el entusiasmo de extensas capas trabajadoras, dentro y fuera del país.

El mecanismo reduccionista tradicional de interpretación de historias resalta el papel de las individualidades, en detrimento de las fuerzas colectivas. En nuestro suelo, el palpitar cotidiano de los sustratos humildes ha sido, como en cualquier parte, el que genera las necesidades, reclamos y posibilidades de progreso. Estas se habrán encarnado tal vez en nombres específicos, pero su legitimación e impulso proviene de aquellas bases.

Los movimientos revolucionarios podían ser encabezados,
circunstancialmente, por Guiteras, por Chibás [1]. Más tarde aparecerían otros nombres, y muchos de los más valiosos cayeron víctimas de las fuerzas represoras. Si el caudal no se secaba, fue debido al aporte continuo del pueblo. Posiblemente, la gran masa carecía de las herramientas intelectuales para hablar públicamente, redactar manifiestos bonitos. No debemos olvidar que la escolaridad avanzada era un sueño para una significativa porción del pueblo. Aún sin esa sofisticación, aquel intuía lo que quería y el sacrificio que estaba dispuesto a realizar. Personas de origen obrero y humilde encarnaban, con frecuencia, papeles sobresalientes de organización y luchas progresistas, apoyados por el entusiasmo popular. La meta era siempre la libertad, el derecho a alcanzar una vida decorosa con el trabajo propio, sin explotaciones, sin dominaciones.

La personalidad carismática que conocemos fue favorecida
extraordinariamente en la dialéctica de la relación entre líder y seguidores. Sin embargo, se necesitó una numerosa masa de combatientes y colaboradores para derrotar al ejército del dictador, Fulgencio Batista [2]. Tras 1959, se comienza la construcción de una sociedad bajo bases totalmente diferentes a las anteriores. Y cada pizca de lo logrado representó el trabajo de mucha gente. Significó enormes cuotas de sacrificios de personas trabajadoras, familias, compañeros y compañeras enfrascados en el trabajo.

Ningún pedagogo extraordinario alfabetizó, solito, a toda la gente iletrada en 1961. Ningún machetero o machetera cortó, individualmente, toda la caña en nuestras zafras azucareras, principal renglón de la economía durante muchos años. Nadie ha construido, solo, las escuelas, hospitales, los embalses, las modernas plantas de
biotecnología, los modernos hoteles o las instalaciones deportivas. A veces vemos esas declaraciones de importantes especialistas, profesionales, deportistas, etc., que declaran deber todo lo que son al Gran Jefe. Se entiende el deseo de rendir homenaje, pero
comprendamos la complejidad. La familia apoya el desarrollo de la juventud; y un sistema de salud, la educación, la sociedad con todas sus complejidades y condiciones, permiten y fomentan el desarrollo de las personas, de manera colectiva.

Encima, el mayor problema del caudillismo consiste en su potencialidad para el autoritarismo y la consiguiente enajenación popular. Mina las potencialidades democráticas; apartan y reducen, y funciona idealmente como herramienta de reducidas castas, apoderadas del poder. No hacen falta estatuas ni nombres de calles, si cada espacio ideológico, noticioso, cultural, se saturan de la presencia del caído. El futuro de la revolución cubana es bien problemático, y nada menos que el involucramiento ciudadano a nivel nacional la puede salvar. Para ello, toca sentirse parte, sentir que se es valoradx y valorar a los demás. De tal suerte, se alcanzará el desarrollo más libre y pleno de cada personalidad, en la interacción, integradx con la colectividad.

En otras palabras, la democracia socialista ha de convocarse para salvar lo revolucionario generado en Cuba. La democracia de ciudadanxs iguales, igualados por las posibilidades educativas reales, por derechos a salud y trabajo dignos. El ejercicio de tales derechos solo será posible con el trabajo consciente, con la participación de todxs para ejecutar las políticas, definidas entre todxs por igual.

[1] Antonio Guiteras, Eduardo Chibás. Líderes revolucionarios cubanos de las décadas de 1930 y 1940.
[2] Fulgencio Batista, militar que dio un golpe de estado en 1952; su dictadura fue derrotada en 1959 por el movimiento armado dirigido por Fidel Castro.