Por Juan Antonio Garcia Borrero
En estos días de duelo oficial por la muerte de Fidel, decidí refugiarme en el silencio, la relectura intensa de algunos de sus textos, y la reflexión. Sabía que un hecho como ese desataría la más encontradas pasiones, así que opté por alejarme un rato de las redes y el blog.
Respeto a quienes usan Facebook para expresar sus emociones (a favor o en contra) vinculadas al líder de la Revolución cubana, pero el análisis del pensamiento de Fidel Castro (que es lo que me interesaría) no cabe allí. Me refiero a un análisis serio que revise las esencias de eso que, al margen de las filias y las fobias, seguramente trascenderá en forma de fidelismo.
Así que mientras en lontananza llegaba hasta mis oídos el reiterado rumor televisivo de las multitudes expresando el dolor de muchos, yo me puse a releer en la intimidad de mi cueva “Cien horas con Fidel”, de Ignacio Ramonet, “Palabras a los intelectuales” (el famoso discurso de 1961), y el concepto de “Revolución” que acabamos de asumir como algo programático.
Debo confesar que mis lecturas de las ideas de Fidel no defieren de las otras que me importan: es decir, son lecturas críticas, en el sentido que siempre se le ha exigido al pensamiento que intenta revolucionar el mundo y nuestras maneras de representarlo. Revisemos la historia de las ideas: solo han sobrevivido aquellas que todavía generan grandes diferendos intelectuales; allí está Marx, describiendo como ninguno las profundas contradicciones del sistema capitalista; sospecho que lo mismo pasará con Fidel Castro, que seguirá siendo una inspiración para ese nutrido ejército de desposeídos que jamás aparecen como noticias en los medios más poderosos del planeta.
Pero como ya alerté, no me interesa apropiarme de las ideas del líder como si se tratara de un catecismo, sino al contrario, como una invitación permanente al debate creativo. “Palabras a los intelectuales”, por razones obvias al inspirarse en la censura de una película cubana, ha sido uno de los textos que más he estudiado, precisamente porque aún me escandaliza la sistemática contextomía a que es sometida por tirios y troyanos.
Como se sabe, el origen de todo estuvo en la prohibición decretada por el ICAIC contra el cortometraje PM (1961), de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, pero en realidad, detrás de la censura se escondían (como se solapan ahora también, que seguimos prohibiendo películas cubanas) muchísimos intereses y contradicciones. No era la Revolución en abstracto lo que se estaba defendiendo (tampoco hoy), sino los intereses humanos, demasiado humanos, de varios de los protagonistas de aquel diferendo.
Duele ver la manera facilista en que todavía se apela al célebre apotegma “Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada”, como si en ese discurso expresado por alguien en su juventud solo se hubiese dicho eso. Y duele ver el modo en que, de manera involuntaria, se sugiere que Fidel Castro alcanzó el máximo de su lucidez intelectual aquel año, y que por eso hay que seguir repitiendo como un dogma aquello que se dijo.
¿No es acaso un contrasentido que asumamos como un gran rasgo de sagacidad el concepto de “Revolución” suscrito en los finales de su vida, y, en cambio, sigamos apelando de modo acrítico a lo que afirmara Fidel en fechas tan tempranas de su trayectoria política? Mi criterio es que Fidel fue capaz de enriquecer sus ideas en el tiempo sin renunciar a sus principios, mientras que muchos de nosotros seguimos mirando y pensando el proceso político y cultural que vive la nación como si viviéramos todavía en la mitad del siglo XX.
De allí que no me sorprenda lo que esté ocurriendo con Santa y Andrés, el filme de Carlos Lechuga. No acabamos de asumir que mientras falte el debate transparente, plural, actualizado, estaremos condenados a prorrogar esta suerte de Déjà vu que nos va colocando como protagonistas de lujo en una obra cansina que pudiéramos titular (parafraseando a Saramago) “Ensayo sobre la sordera”.
Hace un par de años fue Regreso a Ítaca. Y el año pasado, por estas mismas fechas, los cineastas cubanos decidieron organizar un foro con el fin de reflexionar sobre la censura y sus efectos paralizantes. ¿Para qué sirvió? No lo tengo claro. A mí por lo pronto me queda la incómoda sensación de la pérdida de un tiempo precioso invertido en construir una reflexión que intentaba pasar por encima de las dolorosas anécdotas, para contribuir al debate de los problemas que nos pueden afectar como comunidad nacional.
Y esto lo dice alguien que, como otras veces ha advertido, está interesado en fortalecer el sistema institucional de la cultura en Cuba, no en destruirlo. A mí me interesa que el ICAIC siga siendo el gran ente rector de esa política cultural que, en principio, ha de ser inclusiva, y heredera de toda esa tradición que ha definido a la institución como una entidad crítica, hereje. Pero ese liderazgo solo lo podrá conservar si consigue interpretar de modo eficiente y eficaz el espíritu de la nueva época.
Hay que desterrar el mito de que el Estado cubano nunca se equivoca. En otro texto paradigmático de los sesenta, “El socialismo y el hombre en Cuba”, Ernesto Che Guevara nos alertaba sobre la complejidad de la tarea. Y anotaba aquello de que “no debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni “becarios” que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas”. De allí la necesidad de que exista un cine crítico, que sea capaz de mirar desde la subjetividad incómoda todo lo que nos rodea, porque no son las películas las que destruyen un determinado sistema, sino que estas resultan el producto de relaciones concretas establecidas entre los individuos que viven y sobreviven en determinado período histórico.
En los cineastas cubanos ha estado mayoritariamente presente esa responsabilidad crítica, la cual ha propiciado abundantes desencuentros con la vanguardia política y la burocracia cultural. Recuerdo que Tomás Gutiérrez Alea anotaba sobre nuestro filme mayor Memorias del subdesarrollo lo siguiente:
“Hay una raza especial de gente con la que tenemos que convivir, con la que tenemos que contar, para nuestro disgusto cotidiano, en esto de construir la nueva sociedad. Son los que se creen depositarios únicos del legado revolucionario; los que saben cuál es la moral socialista y han institucionalizado la mediocridad y el provincialismo; los burócratas ( con o sin buró); los que conocen el alma del pueblo y hablan de él como si fuera un niño muy prometedor del que se puede esperar mucho, pero al que hay que conocer muy bien, etcétera (y nos parece estarlos viendo, con el brazo protector por encima de los hombros de ese niño); son los mismos que nos dicen cómo tenemos que hablarle al pueblo, cómo tenemos que vestirnos y cómo tenemos que pelarnos; saben lo que se puede mostrar y lo que no, porque el pueblo no está maduro todavía para conocer la verdad; se avergüenzan de nuestro atraso y tienen complejo de inferioridad nacional”.
Pero se trata, obviamente, de algo mucho más complejo que el enfrentamiento dicotómico entre dos facciones. Como individuos que formamos parte de una realidad siempre dinámica, percibimos esa realidad de acuerdo a los signos dominantes que construyen, entre otros, los grandes medios. Y en ese proceso, la construcción de una memoria histórica que sirve de base a lo que hacemos en el presente, proyectándonos hacia el futuro, adquiere una importancia crucial.
En el caso de la Cuba revolucionaria, esa memoria histórica ha sido construida sobre bases sesgadas. A mí en lo personal no me interesaría borrar lo que ya sabemos que es cierto, dada la abundancia de argumentos y evidencias, pero necesitamos que esa memoria pase de lo selectivo a lo descriptivo, y con ello recupere su sentido dolorosamente humano. La memoria de los que en su momento fueron silenciados, invisibilizados, forma parte también de la memoria de esta nación construida sobre la voluntad de una mayoría que así lo ha decidido: los censores podrán decretar de modo temporal que no salga a la luz, pero la Historia termina por reintegrarlo a ese relato.
Si ello es inevitable, lo más saludable para una nación es que asuma el debate de su memoria histórica de un modo coherente. Lejos de interpretarse como signo de debilidad las contradicciones que han estado presentes en el día a día, se asumiría que han sido esos conflictos los que a la larga han permitido llegar a determinados consensos. Y sobre la base de esos acuerdos conseguidos, establecer políticas públicas que hablen del bien de la comunidad, no de determinados grupos.
No sé a dónde nos va a llevar esta nueva polémica. Por lo pronto veo algo diferente y que en lo personal aplaudo: el hecho de que Roberto Smith, presidente del ICAIC, y Fernando Rojas, Viceministro de Cultura, hayan decidido insertarse públicamente en el debate, nos invita a creer que la sordera institucional comienza a ceder. Ojalá ello fuera un aviso de que regresan aquellos tiempos en que Alfredo Guevara, Julio García-Espinosa, Gutiérrez Alea, entre otros, no temían defender sus convicciones en la esfera pública, que es donde verdaderamente se tienen que discutir los problemas que nos afectan a todos los cubanos, y no solo a los que responden a una determinada ideología.
Y finalizo esta reflexión como mismo la empecé: invocando la figura de Fidel. En la mencionada “Palabras a los intelectuales” hay un segmento que me interesa muchísimo más que la parte que cita y recita todo el mundo. Es esa en la que Fidel habla de un período que piensa ha quedado atrás para siempre: “En la época aquella”, anota, “en que no lo enseñaban a uno a pensar sino que lo obligaban a creer. Creo que cuando al hombre se le pretende truncar la capacidad de pensar y razonar se le convierte de ser humano en un animal domesticado”.
Esa es el motivo por el que siempre estoy intentando pensarlo todo por cabeza propia, sin hacerle demasiado caso a quienes (fidelistas o anticastristas) todavía creen que pueden pensar por mí.
Cuando vea Santa y Andrés, seguramente diré lo que piense. Y aunque me equivoque en lo que digo, la gente sensata agradecerá la autenticidad.