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“Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo (…) He aquí una misión digna de una generación nueva.
J.C. Mariátegui, Amauta, septiembre de 1928
“…yo creo que tienen razón, el socialismo es bueno…lo malo que es muy seguido”
Parroquiano de “El Carmelo”, la Habana, cierto día de 2004

Por Armando Chaguaceda

Este texto inicia una pequeña serie de trabajos, motivada por la necesidad de (re)pensar y debatir, desde las coordenadas del socialismo democrático –que recupera el legado histórico de luchas sociales, las conquistas ciudadanas de la democracia y el Estado de Bienestar así como los aportes de los nuevos movimientos sociales– los fundamentos, desafíos y oportunidades de una agenda renovada de izquierda(s) en las condiciones de la Cuba actual. Y toma como foco de su mirada las posturas de una “nueva izquierda”, que reúne tanto a colectivos autonomistas que luchan a favor de los derechos, luchas e identidades alrededor del género, la diversidad sexual, los antirracistas, los ecologistas y los socialistas participativos, como un grupo de jóvenes de posturas (neo)leninistas, surgidos al amparo de foros e instituciones educativas cubanas.

Al explorar ciertos posicionamientos públicos –en blogs y redes sociales– de estos jóvenes, saltan a la vista referentes centrales de su ideario. Entre estos destaca la mirada de los integrantes de la revista cubana Pensamiento Crítico; marxistas enfrentados con la ortodoxia del estalinismo soviético y largamente comprometidos con luchas, movimientos e intelectuales progresistas latinoamericanos en los años de 1960. También el pensamiento de Antonio Gramsci, intelectual marxista, dirigente comunista y luchador antifascista italiano; en particular sus nociones de hegemonía, bloque histórico y sociedad civil. Sobre la potencialidad de esos referentes para la comprensión y cambio progresistas de la Cuba actual van estas líneas.

Comienzo por casa: mentores de buena parte de “mi generación” intelectual y política. Los miembros de ese grupo[1] han sido un ejemplo de los intentos (y limitaciones) para producir un pensamiento progresista, socialista, de izquierdas, orgánico al proceso de cambios iniciado en 1959. Pero también de cómo las nociones de lealtad y consecuencia pierden sentido cuando la primera, pensada con relación a un proyecto, se confunde con la disciplina político-partidista dentro de un orden leninista; mientras que la segunda se transmuta en dogma, al enajenarse de los cambios y demandas diversos, reales y complejos de la sociedad a la que espera emancipar.

Este marxismo sesentero basa su propuesta política en tres ideas centrales y conectadas: a) La Revolución Cubana, como un proceso vivo y continuado hasta la actualidad; b) la dirección del país como liderazgo socialista coherente con las metas de aquella; c) la conexión y respaldo mayoritarios de la población cubana para con ambos factores (Revolución y liderazgo) y con una ideología socialista[2]. En los tres casos, se trata de planteos que en el presente, articulados dentro de un cuerpo de ideas, revela más los rasgos de un idealismo metafísico (doctrinal y especulativo) que las potencialidades de una mirada dialéctica; capaz de extraer del análisis de las cambiantes estructuras –económicas, políticas, clasistas– la información para la crítica y análisis sociales.

El primer supuesto –la Revolución continuada– es perceptiblemente endeble. Si entendemos como revolución un proceso de cambios radicales, materializado por la movilización social y la lucha política, que desestructura clases, relaciones e instituciones socioeconómicas y políticas, queda claro que la Revolución Cubana se agotó histórica y sociológicamente en la década y media posterior al quiebre del viejo orden. La nueva estructura de clases, el estado socialista, la economía estatizada, la cultura e ideología revolucionarias…, todos estos factores estaban, fundamentalmente, definidos para la primera mitad de los años 70. Quedaría entonces entender lo revolucionario como una apelación ideológica, moral o simbólica a ciertas metas e ideas forjadas en la etapa ascendente del proceso…; pero eso no basta para equipararla al movimiento general de la sociedad cubana actual, extendiendo su nombre hasta el presente.

En cuanto al carácter revolucionario –léase socialista y empoderador de masas– de la dirección del país, insistir en ello parece una burla. Por haber construido un partido y sistema políticos con escasa capacidad para procesar y promover la participación, la diferencia y el debate; por aferrarse por seis décadas al poder sin permitir una verdadera renovación de cuadros y métodos; por haber violentado las propias normas y derechos consagrados en la Legislación socialista (incluida la Constitución); los dirigentes cubanos no pueden ser confundidos ni con mandatarios de origen republicano ni con militantes comunistas. A estas alturas, su permanencia en el poder depende más del modelo de control social prototípicamente soviético perfeccionado por más de medio siglo, que de una legitimidad y apoyo populares logrados en condiciones de libre elección y expresión de preferencias ciudadanas.

Con independencia de los matices que diferencian los modos de ejercer el poder de Fidel y Raúl (voluntarismo frente a pragmatismo, personalismo versus institucionalización burocrática) en ambos casos se trata de dirigentes que consideran a la sociedad como una menor de edad, a la que pueden administrar los derechos, demandas y expectativas. Y cuyos aliados –de la vieja dirigencia guerrillera, cuadros partidistas y jefes militares– ni viven como la mayoría de la población ni pagan sus errores con igual rigor[3]. No son parte de una solución revolucionaria a la crisis actual, sino de la esencia misma del problema que representan estructuras socioeconómicas, políticas y morales arcaicas y agotadas, históricamente antagónicas con las promesas emancipadoras del socialismo.

Por último –y no menos importante–, la idea de una identificación coherente y masiva de la cansada población cubana para con su dirigencia y discurso oficiales (o incluso con algún proyecto de contenidos más o menos socializantes) es, cuando menos, falaz. Porque en ausencia de libertad de organización, expresión, manifestación y elección no es posible medir ni exponer públicamente las preferencias individuales o colectivas, siempre diversas. Porque la experiencia histórica de regímenes similares (de la URSS a Mongolia) nos dice que los altísimos porcentajes de apoyo en elecciones sin candidatos alternativos, o las multitudinarias marchas de obreros que apoyan a un gobierno que los expolia, no son otra cosa que performances organizados desde el poder y replicados –en ausencia de alternativas y bajo el riesgo de sanción– por una ciudadanía desarmada.

Ciertamente, la sociedad cubana cobija a muchas personas identificadas –por beneficios, historia o ideología– con el discurso y gobierno imperantes; pero cabe al menos la duda (si no la certeza) de que aquellos no sean la abrumadora y consciente mayoría que exhibe el gobierno en cada discurso. Ni tampoco la ciudadanía conscientemente opositora que aluden algunos. Al final, tanto las pocas encuestas disponibles en los últimos años (http://huelladigital.univisionnoticias.com/encuesta-cuba/) cómo la creciente enajenación y emigración de jóvenes, profesionales, obreros y hasta ancianos señalan a una población cansada que, mayormente, expresa encono con problemas no resueltos, culpa individualmente a sus máximos responsables y busca sobrevivir al margen de viejas y nuevas utopías.

Las ideas antes expuestas no demeritan el legado de esos intelectuales a la historia y sociedad cubanas. Se trata de personas que, fieles a sus ideas, resistieron presiones burocráticas y hasta policiales; que mantuvieron en alto banderas como la de la justicia social, la soberanía nacional y la búsqueda de modelos diferentes (a los del estalinismo soviético y el neocolonialismo criollo) de ordenar la convivencia y política domésticas. Su rechazo al imperialismo norteamericano, a los efectos enajenantes de la cultura de masas y a la burocratización del pensamiento social, es atendible y actual. Pero, hijos de un tiempo distinto y épico, el carácter metafísico de algunas de sus nociones sobre el cambio y la militancia sociales no sirven como arcilla para (re)construir las agendas y estrategias de una izquierda, cada vez más indispensable en la Cuba de hoy.

En cuanto a la apropiación de Gramsci por parte de nuevos izquierdistas cubanos –algunos de los cuales han accedido a las ideas del sardo a partir de las interpretaciones del filósofo cubano Jorge Luis Acanda– los problemas se replican. La noción gramsciana de sociedad civil, de raigambre filosófico-política, está a años luz del desarrollo ulterior que la sociología, la ciencia política y la propia evolución de las sociedades complejas del siglo XX han deparado al término. Si no se comprende que, tanto la obra de pensadores como J. Kuron, A. Michnik, N. Fraser, A. Olvera, A. Arato o C.Vilas como el accionar de movimientos sociales contemporáneos (desde Solidaridad, pasando por los Verdes hasta Occupy Wall Street) superan lo previsto por un pensador encerrado en las mazmorras de Mussolini, los gramscianos criollos quedarán presos del mito y la cita pero nunca aprovecharán el método. Lo mismo sucede cuando, al invocar la idea de hegemonía, se otorga un rol pasivo al “pueblo” –al que se reprocha sucumbir a la vulgaridad y el consumismo– y un papel renovador a un Partido que actúa, más que como un nuevo Príncipe educador e ilustrado, como un viejo capataz represor, antiintelectual y desciudadanizante.

No podemos confundir el afecto o el respeto hacia algunas figuras con la clonación política de arquetipos o ideas; máxime si estos han sido superados por la historia y por la realidad que buscan comprender y transformar. Obvio que las dificultades para la comunicación, la información y la socialización políticas lastran el progreso intelectual (y programático) de la izquierda cubana. El joven soñador del Pedagógico de Camaguey, descubriendo los escritos del POUM y la Oposición de Izquierdas en la Rusia bolchevique, sentirá que un mundo se abre allende los salmos del Departamento Ideológico del Comité Central. A muchos nos pasó, una década atrás, algo similar; por lo que vale la pena no olvidarlo ahora. Y es que, frente a la carreta tirada por caballos, el tren a vapor es un portento del progreso humano.

Pero, en tiempos de lenta (pero creciente) conectividad física y virtual de la sociedad cubana, podemos ayudar a que los jóvenes socialistas cubanos se ahorren el redescubrir del agua tibia. No como conocimiento general –para eso son los clásicos- sino como receta para el presente. Frente a los graves problemas de racismo, desigualdad, represión, despolitización y déficits de debate y derechos que aquejan a la nación y sociedad cubanas, los desafíos (y sus respuestas) de una izquierda del y para el siglo XXI, deben ser radical, sustentables y cualitativamente nuevos. Deben combinar la apuesta por la participación con el respeto al pluralismo y la representación; poner la defensa de la justicia social en igual rasero que el respeto y ejercicio de los derechos civiles y políticos, individuales y colectivos. Promover modelos mixtos, complejos y sostenibles de producción, distribución y consumo, antes de insistir en la estatización o el comunitarismo extremos como sinónimos de socialismo. Hablar del país real y de agendas concretas para enderezarlo. Asuntos sobre los que volveremos, próximamente, en este mismo espacio.

[1] Entre los que destaca el filósofo y ensayista Fernando Martínez Heredia, quién representa la expresión más fiel y coherente de las ideas arriba expuestas. Los sociólogos Aurelio Alonso y Juan Valdés Paz, miembros destacados de esa generación y colectivo, muestran un pensamiento políticamente más diverso, históricamente más evolucionado y sociológicamente más complejo.

[2] Para una exposición sintética y reciente de estas ideas ver http://www.cubadebate.cu/opinion/2016/04/30/problemas-del-socialismo-cubano/#.VzNCPaMeSko

[3] Pensemos en la leve y tardía “sanción” –salida del Buró Político– recibida por José Ramón Balaguer, máximo responsable (por la línea de mando del Ministerio de Salud cubano) del drama que significó la muerte por frío y negligencia de un grupo de ancianos en el Hospital Psiquiátrico de la Habana, años atrás. Viejo cuadro ideológico, diplomático y ministerial de la élite cubana, la ausencia de mecanismos adecuados de rendición de cuenta y sanción con basamento democrático consagró la impunidad. En similar dirección, las demoras, fracasos o decisiones económicos de la dirección cubana (de los Diez Millones a la Batalla de Ideas) se han sustentado siempre en una privatización de los logros (“la genialidad del comandante”) y una socialización de los costos (“nos equivocamos, así que debemos apoyar a la Revolución con nuestro sacrificio”)