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Por Pedro Manuel González Reinoso

salaLa infaltable televisión y los medios en general últimamente andan a la caza de opiniones populares acerca del entretenimiento “sano” de sus “variadas” programaciones en sitios institucionales.

Traduzco: el margen participativo en aquellas que se liquidan con papel moneda (del otro) en la capital –como tarea ideológica–, y a lo sumo en algunas cabeceras se aventuran los corresponsales, pero por iniciativa propia, o sea: territorialidad periodística que ocupa los nuevos aires de independencia reporteril demandados y no abjura de ciertos temas secundarios al candente panorama nacional.

Ante el desafío de ver malograrse en banalidades alternativas a “lo oficial” una buena parte el espacio libre que cada quien administra y dispone a su antojo, es evidente la preocupación creciente por los destinos de la mayoría de jóvenes camino a la deformación estética, casi siempre aturdidos o vulgarizados por la oferta, así se han dado a poner en claro (u oscuro) algunas causas y azares que resulten “publicables” en sus plataformas. Pocos se atreverán con el meollo del asunto.

¿Se acuerdan del documental de Octavio Cortázar “Por primera vez” (1968) aquel laborioso experimento del ICAIC re direccionando a Les Frères Lumière en pleno campo cubano, el que a la par del hielo primi/genius de Gabriel GM en su Aracataca natal, arreboló de compasión a algunos escépticos cosmopolitas, los que tampoco creyeron existiese ternura apreciativa entre guajiritos descalzos y parasitados quienes asistían deslumbrados al estreno del prodigio? …

¿Y se acuerdan además de la medida reciente del gobierno cubano de cerrar los contados cines en 3D que había por ahí, por absoluta jactancia, con el correspondiente silencio posmedida e incompetencia habituales?… Me han hecho cavilar estas carencias, especialmente ayer, cuando un jovencito –no tan jovencito: 25 años– con el que conversaba, me decía de su desconocimiento total de la sala oscura. La generación de la que proviene en pueblo/poblado del interior del país sencillamente no puede aludir a qué cosa se parece la umbra mágica de un proyector volando sobre el lunetario, ni la experiencia vista de tandas programadas para cines medianos o de barrio, con programación fija o ambulatoria, temporadas temáticas o colas infaltables para arrolladores estrenos que botaban a todos los paisanos a la calle en esas fechas, a veces con años-luces de distanciamiento.

No dibujan estos moceríos en sus mentes el cono luminiscente de una acomodadora súbita a la que solíamos increpar por los traspiés a la entrada en cualquier matiné, con el grito de: “acomodadora: ¡enfóqueme!…¡que me enredé con la papeleta!, o el sonado jocoso al proyeccionista ensimismado –fuera o no adicto al empinarse–: “¡¡¡cojo: suelta la botella!!!” cuando rompíase el carrete del celuloide, no llegaba a tiempo el siguiente rollo –si se compartía con otra sala–, o se cuarteaba en fuegos plásmidos uno de los dos reflectores rusos de 35mm sobre la pantalla inmaculada. Y el apagón subsiguiente. Nada de nada. Apenas sabe este muchacho algo que comparte su generación violenta de videos y consolas, formatos digitales para pantallas líquidas cuajadas de reggaetón en fondo con mucha patá-y-piñazo, tan al día y tan sin sólidas propuestas duraderas, que dan pena.

No existe en ellos el morbo de la espera, ni el desenfreno ante el(a) primer novi@ con quien nos arrebujamos fogosos buscando excitación entre tinieblas, perdiéndonos así parte de la historia. De las lentas horas sentados frente a imágenes irrepetibles, sin poder adelantarnos los finales –como ahora sucede todo el tiempo por mandato tecnológico– de una narración que se esconde y se desea no termine nunca… La mísera modernidad (y el estado cuantificador) los privó en nuestros municipios polvorientos/olvidados de probar otro de los grandes divertimentos originales del pasado. Y formarse en el ideario un gusto. Ninguna ocasión peor que esta de ahora, para invertir con atorrantes sustituciones de mediocre factura a la suprema emoción del séptimo arte en estado virgen. Y claro que había también muy malas películas, pero vistas en el tiempo, nos parecieron menos nocivas que éstas, todas atorrantes de efectismos.

No se trata de bobas nostalgias, es la impotencia de no acceder al reto y dejarles elegir. “No es hora de cercenar y clausurar”, ha dicho alguien. Y convenimos: que es hora de sembrar y ver crecer frutales. Que de yerba y marabú estamos hasta el cuello, sobrándonos azadones.

La inmensa mayoría de estos muchachos no ha viajado siquiera a la capital provincial nunca, donde un par de cinematógrafos duramente sobreviven. Mucho menos a la de la nación “de todos los cubanos”, donde otra muestra reducida de sitios escapa a la demolición. Les pregunto por el sueño de asistir alguna vez y se les vuelve utopía la mirada: “¿de dónde sacaremos dinero para el viaje? ¿y el tiempo?”.

Preguntas que, como el cine mismo, han cambiado de perspectiva y esperanzas reales. ¿Habrá que re-descubrírselos casi siglo y medio después de inventado? Ya habrá que volver a filmar las caras ahítas y los imberbes deslumbramientos. No en balde sobrecoge todavía “Cinema Paradiso”, en su lejanía secular, para desde dentro abortar el fuego mismo e intentar la reconstrucción de lo perdido.

[1] Para nada esta “generación” está totalmente “(de)generada”, es un eufemismo, está más bien en (ye)sada por la normas. Lo que sucede con el lead es que se escuchaba en el edificio donde vivo (conocido como “Villa Marista” por su colaboracionismo implícito) un lacrimoso/viejo tema del puertoriqueño José Feliciano intitulado “La Cárcel del Sin-Sin”, y me vino a colación.