Etiquetas

, , , , ,


Por Emilio Santiago Muiño

Sin Dios cantaba, allá a principios de los 90, una canción que alimentó la rabia juvenil de toda una generación y cuyo estribillo repetía con fuerza “no queremos paz sino la victoria”.

Tomo prestada la fórmula para reflexionar sobre uno de los mayores problemas internos que arrastran los proyectos anticapitalistas: la militancia actual se parece más a una terapia de grupo, o un club para sentirse parte de algo, que a un complot para ganar.

Por las horas echadas, los riesgos asumidos, las multas, la violencia de la represión o el esfuerzo infinito pareciera fuera de lugar sugerir que hacemos todo eso sin aspirar a ganar.

Seríamos francamente idiotas. Pero esto es exactamente lo que ocurre en muchos casos. Por cierto, nadie está libre de pecado y todos giramos en este círculo vicioso. Y no se trata tanto de una
responsabilidad personal, sino colectiva: sencillamente la cultura política revolucionaria de los últimos 30 años es una cultura obligada a sobrevivir bajo el peso de una grave derrota histórica. En este contexto, replegarse sobre uno mismo, y centrarse en el cuidado de los ritos de la propia tribu, ha sido un mecanismo de supervivencia necesario.

Esta derrota se ha enquistado retroalimentándose con dos fenómenos propios del capitalismo tardío. El primero es que el consumismo ha dado su última vuelta de tuerca creando nichos de identidades subjetivas. Así, y en medio de lo mediocremente igual, la obsesión que hace que la publicidad funcione es la promesa de ser distinto, de convertirse en alguien especial. Hoy el modo más perfecto de sentirse único es iniciarse dentro de grupos que tiene sus propios criterios de adscripción: hipsters, rapers, indies, moteros, surfistas… pero también hinchas del Barça o del Atleti, fans de la Hora Chanante o del cine coreano, lectores de ensayistas de prestigio o seguidores de no sé qué vedette en una red social. La lista es infinita.

¿Sería muy chocante incluir entre estos nichos de identidades a la actividad revolucionaria?

Muchos de los mecanismos que operan en estos asuntos, tanto mentales como de agregación social, son muy similares. Por no decir que sería faltar a la verdad el negar que los ambientes del rollo son también, de un modo extravagante, sectores de mercado: de discos combativos, de tofú, de turismo revolucionario, de ideología, de libros iconoclastas.

El segundo fenómeno es la ruptura de las comunidades tradicionales a manos de la lógica del capital. Troceados en horarios y contratos imposibles, obligados a competir y a ser miserables unos con otros, movilizados por el frenesí de una economía que ha declarado la guerra a la vida, menospreciados por la precariedad general, nuestras ciudades se hacinan en soledad. En este contexto deshumanizado, en el que como era de esperar las depresiones y las neurosis son pandemia, todo el mundo necesita integrarse en un grupo que valore su aportación personal.

La confluencia de todo esto ha llevado a que una parte importante de la actividad de los grupos revolucionarios no se enfoque a tener una incidencia objetiva en la transformación del mundo, sino más bien a una especie de juego de reconocimiento. Ya casi no aspiramos a hacer historia, sino más bien a confirmarnos unos a otros que somos lo que queremos ser.

No se niega que las identidades políticas cumplen un papel
fundamental. Christian Ferrer explica que para los anarquistas de principios del XX, debido a su escaso número, a su dispersión puntillista por el mapa del mundo y al peligro constante del terrorismo de Estado, recordarse constantemente lo que eran y quienes eran suponía una necesidad básica que alimentaba la solidaridad. Estar orgulloso de ser libertario jugaba el papel de un seguro de vida. Pero el lado oscuro de estas identidades es la conformación de guetos políticos.

El gueto político es un conjunto de personas agrupadas en pos de un proyecto de sociedad, pero aisladas de la realidad y encerradas en una ideología, sin influencia real en el curso de las cosas y en donde lo que está en juego es básicamente cuestiones de identidad. Estos grupos pueden ser muy burdos, como una tribu urbana, o muy sofisticados, como una red teórica internacional. Pero todos comparten (compartimos) un mismo estilo: el de mirarnos al ombligo de nuestra propia verdad incuestionada y estéril, que es impotente para cambiar las cosas, pero que nos resulta manejable, y nos otorga una ilusión de acción que es psicológicamente estimulante.

Así nuestras agendas tienden, simplemente, a mantener el gueto en el tiempo y reafirmar su idiosincrasia. Por ello una parte muy importante de las energías subversivas se malgastan en el afianzar la ideología y nuestra pertenencia a ella. A día de hoy, muchas de las tareas de un grupo revolucionario consisten en hacer acto de presencia en el mundo, estar ahí, chillar que se existe, de la manera que a cada una le sea propia. Puede ser un happening, una manifestación, la redacción de un texto, un sabotaje, unos disturbios o cualquier otra cosa. Da igual el contenido, la forma es la misma. Lo importante es construir un refugio seguro, en el que nos sintamos integrados y reconocidos, primero a nivel personal y luego a nivel de colectivos. Lo que conduce al disparate de un movimiento cuya actividad básica consiste en “fichar”, demostrarnos unos a otros que estamos ahí.

Pero la emancipación social no se trata de demostrar nada a nadie. Se trata de transformar las estructuras sociales imperantes.Cuando se pierde este principio básico de vista, se abre la veda para cometer un sinfín de errores, que luego obligan a cometer otros muchos. Esencialmente, y dicho de forma muy sencilla, el gueto político lleva a no plantearse las preguntas incómodas. Y por tanto a insistir en bloqueos teóricos y en tics prácticos que están destinados a fracasar. Y de derrota en derrota, los militantes se queman, por aquí nadie es un héroe ni se pretende, y al final van abandonando. Muchas veces las oleadas de luchas se descomponen sin dejar ni siquiera un legado coherente a las generaciones siguientes del que extraer lecciones. Sólo una espuma, sólo un cansancio difuso.

Lo importante es constatar que no caemos derrotados simplemente porque el enemigo es muy superior en fuerzas, lo que es evidente y nadie discute. También porque, abrigados en nuestras identidades
ideológicas, integrados en nuestras terapias de grupo, no nos preocupamos por afinarnos con la realidad. Tendemos así a no ser audaces. A responder con fórmulas gastadas a retos muy complejos y siempre cambiantes.

Que el capitalismo se vuelva más débil no está en nuestras manos. Que nuestros proyectos revolucionarios se planteen, intencionalmente, sintonizar la realidad de los hechos, aún a riesgo de aventurarse más allá de las respuestas prefabricadas e incrustadas en nuestras subjetividades militantes, sí. Quizá, por ejemplo, aprovechando esta necesidad tan humana de encontrar un sentido biográfico de pertenencia para transformar nuestras vidas a través de espacios comunitarios que se autoorganizan en tentación de libertad. Y no para ser atrezos en obras de teatro protagonizadas por ideologías anquilosadas.

Las viejas identidades ideológicas nos reúnen alrededor de un fuego para contarnos cuentos. Para bailar en ceremonias vacías cuyo resultado es el contrario al que se pretenden: dar la espalda a la historia. Hasta que, tarde o temprano, la historia se impone. Si los movimientos anticapitalistas seguimos empeñados en prácticas autorreferenciales, si seguimos negándonos a afrontar los retos y los dilemas difíciles, la realidad nos irá triturando. Entonces todos nuestros sueños colectivos de utopía, y la rabia contra aquello que nos lo impide, se morirán en la vida privada, en la somnolencia mezquina de una rutina capitalista que se antojará sin salida.