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Por Emilio Santiago Muiño

Toda especulación sobre cómo se darán los acontecimientos del crack civilizatorio está condenada a fracasar. La enorme complejidad del funcionamiento de los sistemas sociales desborda las posibilidades de cualquier inteligencia.

Sin embargo, el pensamiento crítico puede encontrar una de sus mejores aportaciones jugando a ser visionario. Plantearse situaciones hipotéticas, más o menos previsibles, permite pre-configurar escenarios. Y esto último es fundamental si se quiere diseñar una estrategia que pueda llevar a los movimientos anticapitalistas a la victoria.

Cierro esta serie de artículos con un ejercicio imaginativo sobre nuestro futuro a medio plazo que sirva para resumir lo dicho hasta ahora.

En la jerga de la bolsa llaman rebote del gato muerto a las subidas puntuales de un valor destinado a desplomarse. Es una manera simpática de describir que en el capitalismo los comportamientos económicos funcionan como dientes de sierra, con subidas y bajadas.

Pero la importancia está en la tendencia general y no en las coyunturas puntuales. Con el colapso en marcha ocurrirá algo parecido: no viviremos un desplome rápido y súbito, sino paulatino, con sus mareas altas y maras bajas. Y en muchas ocasiones tendremos bocanadas de aire (el cuento del fracking, el tirón de un país emergente con la burbuja especulativa a toda marcha al estar fomentada por unas olimpiadas o cualquier otra alucinación) que harán hablar a nuestros dirigentes de brotes verdes o luz al final del túnel.

El mismo esquema sirve, por ejemplo, para los precios de los recursos energéticos, que condicionarán en parte todo lo demás. Después de su máximo histórico del 2008, el precio del petróleo se derrumbó con la recesión económica mundial. Pero sólo para volver a dispararse a la mínima señal de recuperación y arrojar al mundo a otra depresión cuando aún no se había ni superado la primera.

Esto se repetirá constantemente, porque el crecimiento económico se ha trabado, está en un bloqueo, atrapado en una especie de tartamudez. Y en cada recaída la depresión se llevará por delante todo un sector productivo. El primero fue el inmobiliario. La industria
automovilística y la aviación comercial cumplen todos los papeles para ser los siguientes.

La cronificación de la recesión exagerará las tendencias que hoy son visibles. Nuestras sociedades van a partirse literalmente en dos: los que todavía son útiles y la gran mayoría, que no serán rentables.

Si el ahogo de la sociedad del trabajo ya tendía a arrojar cada vez más gente a la exclusión social, el pico del petróleo, que solo puede excitar las perversiones del mecanismo capitalista, va a obligar a ahorrar más trabajo a las empresas para poder ser competitivas. El acceso a un mundo laboral normal será un hecho cada vez más exótico, mientras que la gran mayoría de la población estará obligada a sobrevivir en el subempleo y la precariedad salvaje.

A nivel político, y en el medio plazo, pueden imaginarse dos escenarios antagónicos. En uno vence la inercia. El capitalismo va descomponiéndose sin que nadie de un golpe de timón. Esto nos llevaría a una suerte de fabelización mundial.

El primer mundo y el tercer mundo se desdibujarían y se fusionarían: el resultado, un planeta archipiélagos de opulencia defendidos por ejércitos privados en medio de un océano de penuria sin precedentes, donde la gente sobrevive en base a una economía sumergida casi madmaxiana.

En otro escenario, y en algún momento, se da un golpe sobre la mesa de carácter político.

Entonces el capitalismo neoliberal desregularizado puede mutar en un capitalismo de Estado autoritario, que implanta una economía de guerra para gestionar-pelear los escasos recursos naturales que van quedando.

Ramón Fernández Durán hablaba de un “1989 invertido”, en el que de repente las élites capitalistas se vuelven “comunistas”, en el sentido de defensoras de la nacionalización de los medios de producción y de un sistema económico planificado centralmente.

El ecofascismo, esto es, un sistema totalitario burocrático centrado en la supervivencia ecológica, es una de las perspectivas más siniestras del futuro a medio plazo. Carl Amery ya anunció que Hitler podía haber sido un precursor y no un accidente. El siglo XXI, con el crack civilizatorio, ofrece condiciones mucho más factibles para que emerjan proyectos políticos aberrantes, que nieguen la categoría de humano a amplias capas de población. Lo inquietante es pensar que estos fascismos verdes pueden alimentarse de un discurso
tradicionalmente democrático y de izquierdas: el del movimiento ecologista.

Sin embargo, antes de estos procesos, las turbulencias de la crisis provocarán, ya lo están haciendo, giros políticos mucho más
inmediatos. Asistiremos a un gran cambio de guardiaen los núcleos de poder de nuestras sociedades. Las antiguas élites se verán obligadas a realizar nuevos pactos con actores emergentes para mantener la gobernanza en un escenario económico y social muy convulso.

A nivel político y jurídico, el cambio de guardia se concretará en un ciclo mundial de procesos constituyentes. Estos pueden canalizarse según los intereses de las élites gobernantes, como sucedió con el proceso de transición democrática en la España de los 70, que básicamente sirvió para apuntalar la continuidad de proyecto socioeconómico del franquismo. O bien desbordarse y abrirse a la experimentación social emancipatoria, como sucedió en este país con el proceso constituyente de los años 30, que desembocó en una revolución social abortada por una guerra civil.

Independientemente del recelo que se sienta hacia las instituciones del Estado, es interesante comprender que, en nuestro caso, el proceso de caída del régimen de 1978 es un proceso en el que se barajan y reparten las cartas políticas. Lo que puede ser también aprovechado desde un punto de vista libertario. Por ejemplo para consolidar alternativas populares auto-organizadas.

Que el colapso sea un hecho histórico que sucede a fuego lento no significa que no puedan sucederse acontecimientos traumáticos, que durante un tiempo corto pongan el orden social en máxima tensión.

Por ejemplo una crisis energética estricta. El 40% del petróleo mundial se mueve a través del estrecho de Ormuz, una vía marítima de 60 km de anchura en la salida del Golfo Pérsico que separa Omán de Irán. Si estallase la guerra contra Irán, la cúpula militar de Teherán no dudaría (ya lo ha anunciado) en minar el estrecho.

En consecuencia, de una semana para otra la economía mundial perdería el 40% de su petróleo. Esto significa, sencillamente, racionamiento de gasolina, desabastecimiento en los supermercados occidentales, cortes de luz, declaraciones de estados de emergencia para controlar los previsibles disturbios.
De un modo parecido la quiebra del sistema del euro, bien con la implosión general de la unión monetaria o bien con la creación de un euro fuerte y uno débil (Europa de las dos velocidades le llaman eufemísticamente) supondrá, en los países mediterráneos, una devaluación salvaje.

Como esta afectará principalmente a los ahorros de la gente, todo el mundo intentará ponerlos a salvo de alguna forma, a lo que los estados responderán implantando corralitos. Chipre fue un ensayo, a pequeña escala, de una operación quirúrgica a la que estamos destinados, más tarde o más temprano, todos los PIGS del sur de Europa.

El encarecimiento irreversible del precio del transporte es previsible que se traduzca en una quiebra de la globalización. El mercado mundial puede romperse en una serie de bloques económicos antagónicos que volverán a retomar políticas proteccionistas. Y como sucede siempre que se cierra una economía sin cuestionar aquello que la lleva a la expansión (la lógica del capital), el proteccionismo tiene que conducir, como ha hecho siempre, a la tensión bélica y quizá a la guerra.

Sería también previsible que nuestro sistema productivo fuera transformándose para adecuarse a la escasez energética en marcha. Esto significaría una relocalización industrial fuerte, un retorno a lo local, un primado del reciclaje y la reutilización, la abolición de la obsolescencia programada, un abandono paulatino del sector servicios y una vuelta al sector primario.

Sin embargo, como la escasez energética estará mediada por las irracionalidades de un capitalismo demencial, que para ser rentable exige un imput de trabajo casi ridículo, los planes económicos de nuestras élites seguirán siendo, durante muchos años, esperpentos y tics de suicidas: por ejemplo destruir ecológica y socialmente una comarca construyendo un gran complejo de casinos, que luego estarán casi vacíos porque de aquí a 20 años la aviación comercial volverá a ser cosa de millonarios.

A medida que las ciudades se hundan en tasas de paro irremontables, y fuertes carestíascotidianas sean comunes, la tentación de una huida al mundo rural dejará de ser un plan de grupos muy ideológicos para convertirse en una solución general.

Como en un espejo invertido, los nietos del éxodo rural protagonizarán un éxodo urbano. Pero el proceso será de todo menos fácil. A los choques culturales entre ciudad y campo, que hoy ya sufren los experimentos neorrurales y también las comunidades tradicionales, se unirá el estrés socioeconómico producido por cuestiones como el acceso a la tierra. Porque frente a lo afirmado por el refrán, el campo tiene puertas, y vallas y Guardia Civil.

En los últimos años estamos asistiendo a un proceso de acaparamiento de tierras por parte de grandes empresas que obligará a retomar, avanzado el siglo XXI, el viejo grito de Zapata. La reforma agraria volverá a ser una cuestión social candente en un futuro próximo.

La agudización de la crisis supondrá un repliegue simultáneo del Estado y del mercado. La merma de ingresos obligará al Estado a reducir, necesariamente, sus partidas presupuestarias.

Y aunque queda margen para pelear políticamente por mantener algunas cuestiones esenciales bajo protección pública, y debemos poner en ello todo el empeño, lo indiscutible es que el Estado del Bienestar que hemos conocido ya es un producto de museo. El mercado se replegará en el sentido de que será cada vez más impotente para ofrecer a la gente una integración en el circuito trabajo-consumo. El resultado de esta retirada conjunta es un hueco que la gente deberá llenar por sí misma. Esto puede darse en el marco de un cierre alrededor de la familia. Puede ser un espacio ocupado por las mafias o por las sectas religiosas. O puede ser un espacio donde logremos articular
comunidades para la autogestión cotidiana en base a principios anticapitalistas de solidaridad y de apoyo mutuo.

Lo que está claro es que en los años que viene el nosotros sustituirá al yo del individualismo neoliberal. Está por decidir si ese nosotros será liberador o perverso.

Por último, quizá el factor más importante a tener en cuenta es que estamos a las puertas de una gran frustración social. La educación en las pautas de vida de la sociedad de consumo están tan implantadas que para mucha gente el proceso de perder ciertos hábitos de vida va a suponer un trauma psicológico inasumible. Una sociedad que considera un derecho adquirido comer langostinos en Navidad o irse un fin de semana a Londres a un concierto, una sociedad que protesta porque se reduce 10km/h la velocidad de conducción en las autopistas, es una sociedad muy poco preparada para reaccionar humanamente ante la escasez que nos viene encima.

A casi todos les resultará más fácil poner su voto a favor de cualquier solución de extrema derecha que prometa recuperar la opulencia perdida metiendo a los inmigrantes en centros de trabajo forzados que ponerse a construir, desde la base, una vida cotidiana más comunitaria y más sencilla.

Por eso una de las tareas más inaplazables de los movimientos anticapitalistas es ser capaces de conformar la imagen de una vida buena, que siendo más pobre en términos energéticos y materiales, sea más deseable que lo que teníamos antes del 2007.

La revuelta siempre se contagia por enamoramiento. Ante nosotros y nosotras el reto de enamorarnos, y por tanto ayudar a la gente a enamorarse, de una nueva cultura de vida cuya riqueza (de tiempo libre, de relaciones, de sentido) es interpretada por el capitalismo como pobreza, y por tanto es despreciada.

Un primer paso es convencernos y convencer de que lo verdaderamente despreciable es el capitalismo aún es su máximo esplendor.