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Por Emilio Santiago Muiño
Un conocido eslogan del movimiento antiglobalización nos dice que otro mundo es posible.
Sin ponerlo en duda, quizá sea más interesante, y mucho más urgente, comprender y aceptar que otro mundo es inevitable. Si introducimos este pequeño giro, la mayoría de las ideas que sirven de base a nuestros proyectos políticos se tambalean. Lo hacen también nuestros proyectos de vida.
Esto exige replantearse seriamente algunas cosas. Este es el primero de una serie de cuatro artículos que buscan afinar la percepción de la época que nos ha tocado vivir. Para así poder ajustar a la realidad las estrategias con las que algunas y algunos intentamos impugnar este mundo.
Siguiendo con los lemas, que son un buen indicador de los mitos que agitan las pasiones de la ira popular, el 15M hizo del grito “no es una crisis, es una estafa” un estribillo recurrente. Hay que reconocer que la frase tiene su encanto. Resucita y fortalece el siempre saludable rechazo a la explotación. Aviva, de alguna forma, las brasas apagadas de la guerra de clases. Y lo hace en un momento en el que el incendio social parecía extinguido. Si la crisis es una estafa, hay un enemigo al que pudo poner cara y señalar con mi dedo acusador como culpable, como hacemos en las manifestaciones al pasar delante de oficinas bancarias (lástima que, de momento, sólo seamos capaces de hacer justicia con un pintada, o con una denuncia destinada a ser papel mojado, y no con piedras, con fuego, con estructuras
organizativas funcionales, con alternativas de vida).
Lo que cumple un papel valioso como estimulante de la rabia de la gente, pues evidentemente tenemos enemigos, es un disparate a nivel de diagnóstico (nuestros enemigos lo son por lógicas sociales que van más allá de su voluntad). Debajo de la ecuación crisis=estafa se esconden cuatro presupuestos insostenibles. Diseñar nuestras estrategias en base a ellos nos llevará, a los movimientos anticapitalistas,a seguir chapoteando en la impotencia y, finalmente, a otra enésima derrota histórica que nos tendrá lamiéndonos las heridas durante décadas. Estos errores de análisis son los que siguen:
No hay una falla en el funcionamiento del modelo productivo, hay un mal uso. No nos encontramos ante un problema impersonal y objetivo, sino ante un falso problema, una situación provocada, intencionalmente, por grupos sociales concretos a favor de sus intereses (banqueros, corporaciones, gran capital).
En el fondo se trata de un revival del viejo cuento del capitalismo: el acaparamiento de la riqueza social por parte de las élites socializando pérdidas y privatizando beneficios.
Esta situación puede y debe responderse desde los viejos parámetros de la izquierda (revolucionaria o reformista): reparto de la riqueza, doma política de la economía a través de la intervención estatal, nuevo sistema fiscal, socialización de los medios de producción….
Estos cuatro axiomas, que en algunos momentos del siglo pasado cumplieron un papel explicativo fundamental, son todavía predominantes en las perspectivas anticapitalistas. Pero menos por ayudarnos a entender algo y más como frutos de una inercia mental que es, en el terreno energético y ecológico, sencillamente analfabeta. Y en el histórico, bastante burda y cutre. El capitalismo no es un péndulo, ni conoce eterno retorno: la situación que estamos viviendo es, por decirlo de forma simple, completamente nueva.
Lo primero que hay que desmentir, rotundamente, es que esta crisis sea una excusa de nuestras élites para aumentar nuestra tolerancia a la explotación y la represión política y así, renegociar al alza sus privilegios a partir de nuestro empobrecimiento. Por supuesto que los platos rotos los estamos pagando los de siempre, a través de recortes, pérdida de derechos y exclusión social. Es obvio también que muchos de los otros de siempre, los del lado de la democracia que les toca ganar, están sacando una buena tajada. Pero esto no es una
conspiración. Sencillamente, y modificando el refrán, a economía revuelta ganancia de especuladores y ladrones. Más importante es no olvidar que suena ridículo hablar ahora de estafa cuando la estafa era ya la vida entera de antes del 2007, la misma estafa a la que tantos todavía sueñan volver: años de trabajo vacío, soledad, compras y amor a cuentagotas en un mar de miedo y competitividad estúpida, con el despertador decapitando sueños y un zulo de 70 metros cuadrados, con vistas a la derrota, como supuesto objeto de triunfo social.
Debajo del desastre económico en marcha hay, literalmente, una civilización en quiebra. La ruptura es producto de la confluencia y retroalimentación de las dos crisis estructurales más importantes que el capitalismo ha conocido en toda su historia: el choque de nuestra actividad con los límites físicos del planeta (pico del petróleo) y el ahogo de la lógica del capital en su propia productividad desbocada, que hace del trabajo un anacronismo. Sólo una de ellas hubiera bastado para transformar de arriba abajo el mundo tal y como lo conocemos. Que las dos se estén dando al mismo tiempo anuncia que lo prodigioso no será una década, sino todo el siglo. A corto plazo podríamos comparar nuestra situación con la de la URSS a mediados de los 80. A largo plazo el cambio será tan profundo como el que se dio entre todos los grandes cambios de patrón civilizatorio: entre el mundo antiguo y la edad media, o entre el feudalismo y el capitalismo.
Por supuesto, ninguna de estas dos crisis estructurales puede ser provocada intencionalmente. No es una voladura controlada. Son hechos sistémicos, que emergen de forma ciega, como daños colaterales del funcionamiento del capitalismo, y más allá de ninguna decisión voluntaria. También es evidente que esta crisis no es pasajera. No nos encontramos ante una fase depresiva del ciclo económico, sino ante el último ciclo económico dentro de unos parámetros de definición de lo que la economía es. Y como todo apunta a que esta gran recesión no acabará jamás, aunque tenga altibajos, no podemos enfrentarla desde los planteamientos de las izquierdas históricas, que siempre han estado ligados a un mundo en crecimiento, un mundo de derroche energético y abundancia material. Como al cambio de escenario general se le suma la derrota de todos nuestros antiguos planes
revolucionarios, la emancipación social debe reinventarse por partida doble. Si un movimiento anticapitalista no tiene esta certeza clavada en lo más hondo de sus aspiraciones y deseos, será un aborto.
Finalmente, un factor que cuesta entender es que la crisis no es comprendida, porque es también una crisis de paradigma. Dicho con palabras más sencillas, el modo en que los dirigentes se han acostumbrado a ver la realidad y tomar decisiones ya no funciona.
Es un secreto a voces, que se nota cada vez que dan uno de esos palos de ciego económicos que nada solucionan, que los núcleos de poder carecen de bases conceptuales para comprender lo que está pasando. Entre otras cosas, porque están obligados a mirar el mundo a través de los ojos de la economía, una supuesta ciencia con inconsistencias teóricas tan aberrantes que debería ser relegada al mismo cajón que otros saberes como la astrología, la alquimia, la frenología o el espiritismo.
Aquellos que piensan que esta crisis es el resultado de una conjura para convertir la economía mundial en un casino financiero, donde la banca siempre gana, reclaman abolir los paraísos fiscales y llevar a los banqueros y a los políticos corruptos a la cárcel y creen que suprimiendo los coches oficiales y las jubilaciones obscenas al 1%, el otro 99% podremos vivir felices con iPhones 5, a través de los cuales participar interactivamente en la democracia 4.0, se equivocan.
Los neoliberales denuncian que todo se está yendo al carajo porque los estúpidos socialistas no hacen más que lastrar a los productores de riqueza con impuestos que sirven para que la chusma viva de chupar del bote. Y esgrimen, en consecuencia, la bandera de la austeridad y la disciplina fiscal como regla de oro para enderezar el rumbo.
Los keynesianos trasnochados siguen creyendo que estamos en 1929 y demandan crecimiento frente a austeridad, para que los pobres puedan acceder a más consumo (de comida basura, de identidades prefabricadas, de viajes low cost) y así volver a poner a la economía mundial, y al ecocidio, a todo gas.
En un juego de espejos los nacionalistas de la periferia de este país echan la culpa de la crisis a la opresión central de un reino bananero, mientras que los nacionalistas del centro buscan su chivo expiatorio en el egoísmo de los terroristas de la periferia.
Hay quien apuesta que todo lo que está pasando no es más que el resultado del declive político gringo y el ascenso imperial de China. Y alguno hasta lo celebra, olvidándose, al parecer, que la hegemonía china impone un mundo de 60 horas de trabajo semanales.
Y los viejos revolucionarios insisten en señalar que la burguesía ha emprendido contra el trabajo organizado una suerte de solución final, como la de los nazis contra los judíos, pero a cámara lenta. Su intención sería devolvernos al siglo XIX y vengarse, de paso, de la osadía revolucionaria de nuestros abuelos.
Todos, a pesar de sus profundas diferencias, comparten una misma gran mentira: se puede salir de esta crisis sin transformar radicalmente los modos de vida.
La civilización industrial gozaría de una salud de hierro, y sólo se trataría de distribuir de otra forma sus excedentes. Pero a la mínima que se rasque un poco debajo del maquillaje mediático, las pruebas apuntan de forma concluyente que la megamáquina ya no funciona, ni podrá funcionar, igual que antes. Los modos de vida van a
transformarse sí o sí, y lo que está en juego es que este cambio sea emancipador o regresivo.
En definitiva, lo que estamos viviendo no es una turbulencia puntual, sino el comienzo de un proceso de colapso social (por cierto, los colapsos en la historia son norma y no excepción, y no sabemos porque raro milagro nuestras sociedades capitalistas, que son con mucho y a nivel general las más irracionales de cuantas han existido, deberían quedar exentas de esta norma).
El primer tercio del siglo XXI será leído, en tiempos venideros, como un momento crucial para la evolución de las sociedades humanas. Si no afectamos profundamente a su inercia, nuestro futuro se debate entre el declive doloroso y el hundimiento catastrófico del capitalismo. Este es el número que nos ha tocado en el sorteo. Vivimos en el corazón de un enorme terremoto, a cámara lenta, que en unas décadas desmontará el mundo tal y como lo conocemos. Y que no es un cuento ni una profecía ni una especulación teórica, sino algo que ya ha empezado. Está pasando en este mismo instante.
Esto no nos lleva, a los anticapitalistas, a la alegría sin más. Lo que venga después del capitalismo que hemos conocido durante el auge de la civilización industrial puede ser bastante peor. Hay muchas razones para el pesimismo. Pero el horror no detentará el monopolio de los cambios. Al capital le esperan todavía, por nuestra parte, unas cuantas fiestas sorpresas.