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Por Ariel Hidalgo

Un destacado representante del pensamiento ácrata en Cuba, Ramón García Guerra, a quien tengo en alta consideración, expresa su desconfianza ante todas las retóricas pacifistas y reconciliadoras y se distancia de toda propuesta de diálogo: “Sospecho de todos aquellos que hablan de concordia, paz, diálogo, mediación, etc., en medio de un contexto de lucha de clases que se agudiza en la Isla”. Una alerta hacia propuestas como éstas, manifestada en su artículo publicado en Observatorio Crítico, “La Causa Libertaria en Cuba”, es muy saludable y es bueno que la haga. Es más que claro que la corrompida burocracia estatal y sus representantes se preparan para una alianza con los grandes capitales y todas aquellas fuerzas que los puedan apuntalar en una sociedad donde los derechos de los trabajadores son pisoteados, y menos permanecerán impasibles si se produjese el fortalecimiento y avance de fuertes movimientos democráticos que puedan amenazar su poder.

Se trata, por cierto, del mismo temor que manifiestan elementos de derecha, sobre todo en la Diáspora –muchos de ellos también con buenas intenciones-, que enarbolan el recuerdo de Baraguá para oponerse a lo que se les asemeja a un posible Zanjón. Basta con que en un documento se mencione la palabra “diálogo” para que se rasguen las vestiduras y comiencen a gritar desaforadamente, aunque, lamentablemente, casi siempre apuntan los cañones hacia el blanco equivocado (y otros, por supuesto, con no muy buenas intenciones, no se equivocan al disparar al mismo blanco), y siguen hablando de guerra a un pueblo que, cansado de movilizaciones combativas, de zafarranchos y estados de sitio, sólo será receptivo ante un mensaje que garantice la armonía y la paz social. Prometen ríos de sangre para los enemigos, patíbulos para los vencidos y hasta peticiones de cuentas a todos los que supuestamente han sido cómplices de una forma u otra, sin percatarse de que, de ser tomado en serio ese evangelio del odio, muchos de los amenazados, teniendo la posibilidad de aportar su grano de arena al cambio, se cruzarán de brazos para permitir a los burócratas corruptos y a los capos de los cuerpos represivos, transfigurarse en mafias empresariales que se enseñorearán sobre una población famélica despojada de todos sus derechos. Pero ellos mantienen esta retórica cuando el mensaje debió ser otro diametralmente opuesto: que todos somos hermanos, y que nos uniremos en las calles en una cadena de abrazos.

Buenas intenciones no faltan tampoco a García Guerra, hombre demasiado inteligente para caer en esos dislates de la derecha miamense. Pero en el texto transmite una impresión confusa, pues parece no concebir la posibilidad de convergencias y coaliciones fuera de esos grandes poderes y en consecuencia no puede dejar de interpretar toda propuesta de diálogo con un trasfondo oscuro y siempre tal y como él lo interpreta –“entre élites, claro está”-, como si se tratase sólo de “un hacer las paces” entre poderosas fuerzas para impedir el avance de los movimientos democráticos y conservar un poder compartido por sobre los intereses de los trabajadores y de todo el pueblo. Mucho más lamentable sería que mientras por arriba las élites conciertan nefandos pactos contra los intereses del pueblo, abajo esas fuerzas democráticas permanecieran inermes e impotentes en el aislamiento de herméticas conchas dogmáticas, sólo porque algunos consideran que “tendría aún menos sentido el concebir ese proceso (de reconciliación) como un dilema a resolver al interior del pueblo”, y porque “quien hoy debe reconciliarse es el Estado con la sociedad”.

Es buena ocasión para recordar a todos aquellos que sostienen que con los oprimidos no hay que dialogar y que no tiene sentido la reconciliación al interior del pueblo, que fue ese pueblo el que salió a las calles multitudinariamente para entregar incondicionalmente no sólo su apoyo sino incluso su voluntad a quienes bajaron de las montañas con aureolas de libertadores, quien entronizó a un nuevo caudillo y lo consagró con su fanatismo, quien se concentró a mares en las plazas para pedir el patíbulo contra todos los que se le oponían, quien aún hoy se aglomera en turbas para asediar a personas indefensas cuyo único “delito” es expresar libremente sus opiniones –todas éstas, manifestaciones del espíritu de la opresión en el alma nacional que genera una y otra vez nuestras cadenas-, y que ninguna dictadura se sostiene sin el apoyo de la ciudadanía o parte de ella, ya sea por ignorancia, por miedo o por oportunismo, porque nadie gobierna sin el consentimiento de los gobernados, y si hay quienes mandan, es porque hay quienes obedecen. Y si todo un pueblo deja de obedecer, no habrá prisiones para encarcelar a tanta gente y el que gobierna quedaría atado por la ingobernabilidad y tendría que ceder los derechos tantas veces negados ante un mar de gritos de libertad, a riesgo de quedar aislados frente a adversarios que no tendrán que ejercer más violencia que la de la brisa soplando entre las ramas. Más que al interior del pueblo, se trata de un dilema a resolver al interior de la conciencia colectiva de ese pueblo.

En tiempos marcados por los ejemplos de Gandhi y Martin Luther King, cuando el diálogo se tiene en alta estima en la opinión pública internacional como un acto de madurez ciudadana, oponerse a esta práctica aparece como un síntoma de incivilidad, por lo que proponerlo a un enemigo que de antemano se sabe que no lo va a aceptar, es también una forma de demostrar al mundo la tozudez del régimen que se combate. No obstante, el diálogo que el grupo Concordia desde la Diáspora y otros compatriotas desde el interior de Cuba no sólo proponemos, sino que ya hemos empezado a practicar, es con todos los cubanos, y aunque nadie debe ser excluido, ya son muy pocos los que creen que los principales responsables de los grandes conflictos de la nación accederán a participar. Han tenido ya suficientes oportunidades para corregir el rumbo y no lo hicieron. Si no lo hacen en lo adelante, de todas formas llegará el día en que las bases sociales en que se sostenían comiencen a resquebrajarse, y esto no sólo se producirá por el deterioro gradual de la situación general del país provocado por un modelo completamente agotado, sino además, por una clara visión de la población de aquello que quiere y de aquello que no quiere, y de cuál es el camino para lograrlo, y esa clara visión sólo será posible mediante la comunicación, el intercambio de ideas y sentimientos. “Superar el miedo colectivo y actuar sin demora” no es posible si antes no se produce un diálogo clarificador entre todos los que, con diferentes lenguajes, perseguimos el mismo destino.

La lucha de clases, por sí sola, no resuelve los conflictos sociales en sus raíces más profundas, como no lo resolvieron los fusilamientos y encarcelamientos de miles de supuestos enemigos de clase tras el triunfo de la insurrección en 1959, y como tampoco, por supuesto, los linchamientos de porristas en el 33. Justamente, por tratarse de un viejo conflicto no resuelto, se repite la historia una y otra vez, hasta que aprendamos, de una vez por todas, la lección de que este dilema no puede ser resuelto a sangre y fuego, ni en las montañas, ni en barricadas en las calles, ni con linchamientos verbales frente a los portales de supuestos herejes (y por supuesto, tampoco frente a los de los inquisidores).

Es ese pueblo el que más requiere del diálogo. Es preciso prodigar luz a las conciencias dormidas, despejar temores, hacer germinar deberes cívicos allí donde hoy sólo crece indolencia, y cultivar responsabilidad ante el peligro de una violencia generalizada incontrolable con nefastas consecuencias irreparables. Es justamente el camino de la reconciliación y la concordia entre los hermanos, lo único que puede llevarnos a la victoria de los ideales del pueblo frente a la confabulación de los grandes poderes. Para todos los que poseen algo de esa luz, no es hora de buscar definiciones que nos distingan y separen, sino todo aquello que acerque y una a los que hemos de andar juntos y sin odios, con la alborada en nuestros corazones, a fundar la patria nueva.