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Por Tato Quiñones

Queridas amigas y amigos,

Probablemente no todos ustedes sepan que este coloquio sobre el Reggaetón debió celebrarse hace casi dos años. Circunstancias que, de haber contado con más tiempo, bien habría valido la pena relatar aquí, lo hicieron imposible. Baste decir entonces que fueron cuatro las instituciones culturales –nacionales y “de la base”- que a lo largo de este tiempo apelaron a argucias más o menos admisibles para no echarle bolas al asunto. Este culipandeo institucional –que puso a prueba la tenacidad de los muchachones y las muchachonas de la Cátedra Haydeé Santamaría- expresaba, per se, que no debía cejarse en el esfuerzo.

De manera que no ha sido fácil, ni por casualidad, que estemos, por fin, reunidos hoy en este paraje bien llamado “La Madriguera”, voz que nos viene del bajo latín y que en buen romance castellano sirve para definir la “Cueva o lugar retirado y escondido donde se oculta la gente de mal vivir”.

Pero vayamos al asunto.

¿Qué volá con el reguetón?

La pregunta me la formulé hace casi dos años e intenté respondérmela emborronando un par de cuartillas que entones titulé “Sospechas y conjeturas acerca del reguetón” y que hoy son puro fiambre.

Presumía yo entonces que, con el reggaetón, sucedería lo que con la lambada, aquella forma musical venida no recuerdo de dónde que hizo furor entre los bailadores allá por los ochenta del siglo pasado y que –pese a que fue profusamente difundida por la radio y la televisión- un buen día desapareció de nuestro ámbito y… ni el recuerdo. Craso error el mío: el reguetón ha sentado plaza sólidamente entre nosotros, al extremo de que hoy, me atrevo a afirmar, no hay otro “género” –si es que éste lo es- o forma musical más escuchada y bailada en esta Habana Inmortal que diría el poeta, cuya “banda sonora” actual no es otra: camínese si no por los barrios populares –que son los más- y será el ritmo elemental y simplón –pero pegajosísimo- y las letras las más de las veces soeces del reguetón lo que se escuchará hasta el aburrimiento: reguetón en las accesorias, las salas y los portales; reguetón en los bares y las tabernas; reguetón en las tiendas y agromercados; reguetón en las reproductoras de las guaguas, los almendrones y los bicitaxis.

Hace unos días, me contaba un amigo, un reguetonero famoso hizo desbordar el Hurón Azul, el bar de la UNEAC, donde los “fans” que no cupieron bailaron desaforados en la acera sin necesidad de pagar la entrada. Y en la “Macumba” que, también me cuentan, es la discoteca pagada en “fulas” más cara y sandunguera de La Habana, hace unas noches se recaudaron 2000 ceucés sólo por concepto de “cover”, en una multitudinaria jornada reguetonera.

Por mi parte, en un ejercicio de lo que gusto llamar “sociología callejera participativa”, apliqué una encuesta a veinte vendedores, estacionarios y trashumantes, de CD “quemados”. El resultado fue unánime: los discos más demandados son los de reggaetón.

De manera que, todo parece indicarlo, el reggaetón, mal que nos pese, y ante la reticencia y el estupor de nuestras cultas instituciones culturales y medios de radiodifusión, ha devenido en expresión popular, quiere esto decir, que viene siendo considerado por el pueblo como propio y fuerte candidato a incorporarse a su tradición.

Muy bien: ante lo hecho, pecho.

Quede claro que nada más lejos de mi intención que la de erigirme en abogado defensor o fiscal acusador del reguetón. Puedo –y debo- sin embargo, emitir mis criterios sobre el asunto, ya no tanto apoyados en sospechas como en certezas, aunque no falten las conjeturas.

Hay quienes opinan –yo entre ellos- que un pueblo bailador por afición, pasión y tradición como lo es el cubano, para quien el baile está en la base misma de su más íntima sustancia cultural –no olvidemos que hasta en los vivaques de la manigua redentora se organizaban saraos al son de la tambora, el tiple y el güiro- para un pueblo bailador como el cubano, decía, haber tenido que echar mano del reguetón es expresión cabal de lo que, parafraseando a Jorge Mañach, no me arredro en calificar de “crisis”, ya no de la “alta” sino de la “otra” cultura: la popular.

Esta “crisis”, según mi apreciación, puede advertirse en todos los ámbitos de la cultura que el pueblo desde siempre creó y recreó para su propio solaz y goce estético: el carnaval y la rumba no son ni remotamente los únicos, pero cuentan entre los más evidentes. Por cierto, y discúlpeseme la digresión, hace un par de días, en la Casa de la Música de la calle Galiano los rumberos de salones y cabarets de La Habana celebraron el cincuenta y cinco aniversario de la fundación de los “Muñequitos de Matanzas”; para esta ocasión, el conjunto “Los Papines” estrenó un número al que titularon “Rumba con reguetón”. Interesante “fusión”.

Pero les hablaba de la crisis de la “baja” cultura y creo que es justamente en la música para bailar donde el asunto se torna más alarmante. En el recién concluido “Cuba disco 2007”, una joven funcionaria, creo que de la EGREM, apelando a un eufemismo consolador, dijo en una entrevista para la televisión que la música bailable cubana “no está pasando por uno de sus mejores momentos” (sic).

Ciertamente, desde hace años se viene apreciando un “vacío” en el quehacer de nuestras orquestas y conjuntos de música para bailar. Las razones que explicarían este fenómeno no son pocas e intentar explicarlas aquí y ahora excedería con mucho el propósito de esta mi intervención. Pero una que no puede soslayarse es la ausencia de espacios para bailar.

En esta Noble Habana, donde en vísperas del triunfo de La Revolución contábamos los bailadores con más de cincuenta espacios cotidianos en los que dar rienda suelta a nuestra afición –y no cuento academias de baile, clubes nocturnos y cabarets- hoy no tenemos ninguno, excepciones hechas de las “Casas de la Música”, –cuyos “covers” en moneda dura nos las hace prohibitivas a la “gente de mal vivir”- y el por fin “adecentado”, “domesticado” sería mejor decir, Salón Benny Moré de La tropical, donde hoy alternan payasos y maromeros con magos, roqueros y trovadores, y sólo muy de vez en vez puede la juventud del fondo del cladero bailar con las orquestas de su preferencia, pagando la entrada con pesos cubanos de los blandos.

Tato Quiñones, Pedro Campos, y Orlando Luis Pardo, durante el «II Coloquio Pensarnos a propósito del Regaetton», La Ceiba 2012.

Presumo que estos espacios vacíos son los que ha venido a ocupar el reguetón. Sospecho, además, que en las letras soeces y la manera provocadora y procaz de cantarlo y bailarlo, va implícito un mensaje de la plebe, no descarto que contestatario y respondón, al que nuestras autoridades –no tanto las policiales como las culturales- han de prestar cuidadosa atención. Quizás, conjeturo también, se venga haciendo más que necesario, imprescindible, un foro de reflexión y debate, amplio, plural, desprejuiciado, culto y popular sobre estos asuntos y hasta -¿por qué no?- un Festival de la Cultura Popular que intente emular aquel fabuloso que organizó recién ocurrido el triunfo de la Revolución el inolvidable Maestro Odilio Urfé, Festival que, desde ya, propongo lleve su nombre.

Queridos amigos y amigas, afortunadamente contamos en esta reunión con compañeras y compañeros especialistas lúcidos y bien formados e informados en diversas disciplinas relacionadas con las ciencias de la cultura y de la sociedad, que más allá de conjeturas sabrán desmenuzar el tema que nos ocupa y arrojar luz para su mejor comprensión. A ellos cedo el puesto, pues, y pongo el punto redondo y final a esta mal hilvanada “muela” que no ha tenido otro propósito que el de animar la discusión y espolear el debate, en la certeza, eso sí, que defender la Cultura Popular, la Cultura de un Pueblo, no es un mero pasatiempo sino un deber moral. Si de alguna manera lo logra, me doy por satisfecho.

Muchas gracias.

(Texto leído por Tato Quiñones en el I Coloquio “Pensarnos a propósito del Reggaetón”, organizado por la Cátedra de pensamiento Haydee Santamaría en “La Madriguera”, el 8 de junio del 2007.)