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Por Jorge Luis Acanda González

De izquierda a derecha: Arturo Arango, Jorge Luis Acanda y Rafael Hernández. Foto: Isbel Díaz Torres

De izquierda a derecha: Arturo Arango, Jorge Luis Acanda y Rafael Hernández. Foto: Isbel Díaz Torres

Ya se ha vuelto un lugar común, cuando un miembro de un panel hace su intervención, iniciarla agradeciendo al convocante del mismo la invitación a participar. Yo no voy  a faltar a esa costumbre, no sólo porque la considero sana y expresión de un elemental deber de cortesía, sino porque, además, considero que tengo todavía dos razones más para agradecerle: la primera, por la elección del tema, que es asaz pertinente en el actual momento histórico que vivimos en el mundo en general y en Cuba en específico. La segunda, y no por eso menos importante, por haber colocado en el tema de este debate, la palabra “sentido”. El sentido de la esfera pública cubana es el tema colocado por Desiderio para convocarnos. Es evidente que al llamarnos para reflexionar sobre lo público lo que se espera que hagamos sea una valoración. Y valorar significa confrontar. Confrontar la realidad, lo que es, con un modelo ideal de lo que debe ser para, a partir de esa confrontación o comparación, establecer lo que falta o lo que sobra, lo que está mal o lo que está bien. Y justamente el concepto de “sentido de la esfera pública” será el que, en mi opinión, permitirá encauzar esta discusión en un sentido adecuado, si le agregamos el complemento de “en Cuba”. Lo primero será establecer cuál ha de ser el sentido que, en mi opinión, ha de tener la esfera pública en mi país, para a partir de ahí, argumentar la valoración que se haga de la misma. Y mi país es, para mi alegría, uno que lleva medio siglo proclamando su intención de ser un país socialista. Por lo tanto, las valoraciones que voy a presentar aquí tienen sobre la esfera de lo público en Cuba tienen como punto de partida y fundamento el proyecto socialista.

¿Qué vamos a entender por socialismo? Parece una pregunta fácil de responder en este país, después de casi cinco décadas empeñados en esa tarea. Pero aunque nos pueda parecer descorazonador, no es así. Es evidente que la interpretación de lo que pueda ser el socialismo depende en buena medida de la interpretación que se tenga sobre el capitalismo. El socialismo no se define tan sólo por oposición al capitalismo, pero está claro que se ve a sí mismo como una superación de aquel. ¿Superación en cuál sentido? Sobre ambos temas – el capitalismo y el socialismo – han existido dos interpretaciones esencialmente diferentes. Una concepción, que lamentablemente es la que más se extendió y fue la predominante en aquello que se llamó “campo socialista” y “movimiento comunista internacional”, entendió al capitalismo y al socialismo en términos chatamente economicistas. Se asumió acríticamente el concepto mismo de producción sólo como producción de cosas materiales, algo característico de la ideología burguesa. La inconformidad con respecto al capitalismo se limitaba a ser, esencialmente, una cuestión de distribución. Se le rechazaba por implicar una distribución desigual e injusta de la riqueza producida. Así, el socialismo significaría una reestructuración en la esfera de la propiedad jurídica de los medios de producción y en la esfera de la distribución. La “expropiación de los expropiadores” conduciría a la estatalización de los medios de producción. Se destruiría el viejo Estado burgués para construir un nuevo Estado proletario que jugaría el papel de único sujeto de esa reestructuración social. La magnitud de la tarea y los lastres objetivos que milenios de explotación había creado en las clases más desfavorecidas, hacían necesaria la concentración del poder en manos de una vanguardia, o grupo político profesional para lograr, de modo forzado y acelerado, transformaciones estructurales profundas que permitieran eliminar las desigualdades en la distribución y, además, para aumentar la producción con el fin de lograr cuotas mayores de distribución. Si la clave residía en producir más y distribuir mejor, era razonable entender el socialismo como la conjunción de los mecanismos de producción de la riqueza material heredados del capitalismo con mecanismos de distribución nuevos en tanto más justos. Está claro que, desde esa concepción, no podía haber ninguna receptividad no ya para concebir, sino ni siquiera para discutir la importancia de cosas tales como la sociedad civil o la esfera pública para la construcción del socialismo. Tan anti-natural simbiosis de un sistema de producción basado en la lógica de la acumulación de valor con un sistema de distribución basado en principios de justicia y humanismo sólo podía conducir, como condujo, al retorno al capitalismo.

Pero existe otra interpretación sobre el socialismo y sobre el capitalismo. Define la esencia del capitalismo en términos tales como mercantilización creciente de todas las relaciones sociales, expropiación continua y ampliada de las relaciones del individuo con su entorno, privatización constante de lo público, enajenación del trabajo. Piensa al socialismo, por ende, no como continuidad de la lógica de la producción capitalista enyuntada milagrosamente con una lógica distributiva diferente, sino como superación de un sistema de relaciones sociales que se autoproduce en forma enajenante. De lo que se trata ahora no es de la distribución de cosas, sino de algo mucho más profundo y complejo: la socialización de las relaciones de propiedad y de las relaciones de poder. Si al capitalismo lo caracteriza la privatización creciente de lo público, el socialismo tiene que estar regido por una tendencia indetenible hacia la “publificación” de lo privado, y pido perdón por introducir este neologismo, pues no encuentro otro término para expresar el sentido de un movimiento de lo social que ha de constituirse en vector de fuerza inexcusable si queremos cumplimentar un sueño de humanismo y justicia. Socialización del poder y socialización de la propiedad, dos caras de un mismo proceso, necesariamente tienen que significar la potenciación de lo público. Sería en ese sentido, y sólo en ese sentido, que se haría verdad aquel innegable apotegma que afirma que sólo puede haber socialismo con democracia y sólo puede haber democracia con socialismo.

Creo que ahora tenemos el criterio objetivo para valorar nuestra esfera de lo público y preguntarnos hasta dónde en ella logra verificarse y realizarse esa tendencia a la socialización y la publificación. Preguntarnos si lo público en Cuba logra expresar ese sentido necesario y develar las causas estructurales que impiden o dificultan esa expresión. ¿Es la esfera pública cubana lo que debe ser para fomentar el desarrollo de la democratización del poder y de la propiedad?

La respuesta no puede ser positiva, y las preocupaciones que han expresado en repetidas ocasiones los más altos escalones de la clase política cubana desde hace varios años creo que constituyen sobrada demostración.

Son muchos los que consideran que el reforzamiento de lo público implica la limitación del poder del Estado. Y se escudan en esa idea para rechazarlo y demonizarlo. Y es cierto. Pero no es menos cierto que, a su vez, legitima ese poder. Todo poder ilimitado pierde, a la larga o a la corta, su legitimidad a los ojos de su población. La socialización del poder y de la propiedad, la publificación de la sociedad, legitiman no sólo al Estado sino, ante todo, a la Revolución, que sería lo que, en definitiva, debería ser nuestro objetivo. Al llegar aquí, quiero decir algunas palabras sobre este tema del Estado en el socialismo. En su forma moderna, el Estado es una invención de la burguesía. Expresión de las muchas tareas que tuvo y tiene constantemente que resolver para producir y reproducir cada día ese sistema de relaciones sociales que llamamos capitalismo. Repitiendo al Engels del Anti-Dühring (una pequeña cuota de “principio de autoridad” a veces viene bien), el Estado es un instrumento que confisca el poder de la sociedad y lo concentra en manos de un grupo de políticos profesionales que expresan los intereses de la clase dominante, y de un grupo de funcionarios-tecnócratas encargados de tareas impersonales de control, imprescindibles para el funcionamiento de la economía capitalista. Entre el socialismo como proyecto y el Estado como instrumento existe una relación de necesidad a la vez que de exclusión (lo que con razón llamaríamos “contradicción dialéctica”, con perdón de las posibles víctimas de los manuales de materialismo dialéctico que esto lean). En tanto socialización del poder, el socialismo tiene un conflicto con el Estado, que por su esencia es todo lo contrario. Pero a su vez lo necesita en su etapa inicial, pues una inicial concentración de poder es indispensable para resolver tareas fundamentales. Pero no necesita a un Estado sin más, sino a un Estado socialista, lo cual, en buena medida, constituye una contradictio in termini. Ese apellido de “socialista” sólo puede significar que estamos hablando de un Estado que tiene que contribuir constantemente a su propia extinción. Y ello no es una tarea postergable, que se pueda dejar para cuando los vientos de la historia soplen en un sentido más favorable. El Estado es un instrumento. Y como cualquier instrumento, tiene su propia lógica. Recordemos que la utilización de un instrumento ha de tener en cuenta dos elementos que condicionan su uso: uno, el objetivo del que lo utiliza, del sujeto de la acción. El otro, las características propias del instrumento, que lo hacen aprovechable para ciertas tareas, y totalmente inutilizable para otras. Con un hacha podemos cortar un árbol o cercenar la cabeza de una persona, pero no podemos afeitarnos, ni sacarle la punta a un lápiz. El Estado también tiene su propia lógica instrumental. Eso lo convierte en una herramienta necesaria para la primera etapa del socialismo (la fórmula breve pero exacta para denominar esa etapa, “expropiación de los expropiadores”, no logra ocultar la enormidad y dramatismo de la tarea), pero a la vez en un obstáculo para la socialización del poder y la propiedad. En sí y por si mismo, no puede ser fuerza agencial para la realización de esa tarea. Por eso los modelos estadocéntricos de socialismo fracasaron. No sirve para garantizar la desprofesionalización de la política, ni para garantizar la desburocratización de los aparatos de control y toma de decisiones, ni para evitar la autonomización de la clase política con respecto a las clases populares (premisa de la corrupción), que fue lo que en definitiva llevó a la desaparición de los socialismos de Estado en Europa del Este o a su reconversión capitalista en Asia. Ello sólo puede lograrse con la publificación de la sociedad, con todo lo que ello significa.

Toca entonces al Estado socialista contribuir al reforzamiento de esa tendencia a la publificación. De entre los muchos obstáculos que esa tarea encuentra entre nosotros, quiero sólo destacar dos. Comenzaré por una que tiene que ver con el mundo de las representaciones ideales. Recuerdo que a principios de la década de los 90, para realizar una actividad político-cultural de la UJC en la escalinata de la Universidad de La Habana, sobre sus escalones se pintaron unas siluetas humanas y unas consignas que permanecieron varios días, y que cambiaron totalmente la estética del lugar, hasta que la mala calidad de la pintura y los efectos del medio ambiente las borraron. Un antropólogo suizo, que a la sazón visitaba mi facultad, me preguntó si se le había preguntado a los vecinos de la zona su opinión. Mi primera reacción fue de sorpresa y él me argumentó su preocupación: habían alterado su espacio visual, su entorno físico. ¿Tenían derecho a que se les consultara previamente? Estoy convencido de que mi sorpresa de aquel momento habría sido compartida y sería todavía compartida por la mayoría de nosotros. En general, los cubanos no tenemos una conciencia de la significación de lo público. Tendemos a identificar lo público con lo estatal (lo cual no siempre es así) y a subvalorar su importancia. Y eso lastra nuestra conciencia cívica, nuestra disposición a la participación ciudadana y nuestra determinación a exigir el ejercicio de esos derechos ciudadanos sin los cuales la socialización del poder no dejará de ser una utopía. Esto, que pudiéramos considerar un factor espiritual, se vincula – no podía ser menos – con un elemento estructural que voy a intentar ilustrar con un segundo ejemplo que extraigo de las páginas del periódico Granma, que – como todos sabemos – no es un diario más, sino el órgano oficial del Comité Central del PCC. En la edición del lunes 27 de febrero de este año 2012, en la página 2, encontramos un texto titulado “Santiago de Cuba: Gradúan primeros tecnólogos y mecánicos del petróleo”, firmado por Eduardo Palomares Calderón. Refiriéndose a la graduación, después de “más de tres años de estudio”, en el Politécnico Julius Fucik de aquella oriental ciudad, de “los primeros tecnólogos de los procesos industriales del pétroleo y mecánicos de la propia industria”, el periodista recibió por parte de la Dirección Provincial del Trabajo y del politécnico, que de los 84 graduados sólo 38 recibieron ubicación. Y a renglón seguido escribe: “Granma (nota: las negritas son del periódico, no mías – Acanda) no pudo corroborar la información ante la negativa de la Presidencia de CUPET”.

Creo que este artículo revela fehacientemente las limitaciones y obstáculos estructurales que todavía tenemos que enfrentar para hacer cumplir esa necesaria tendencia a la socialización del poder y la propiedad, al reforzamiento del espacio de lo público. En breve, a lo que me quiero referir aquí es a la impostergable necesidad de crear mecanismos jurídicos que permitan no sólo a este periodista, sino a cualquier ciudadano, ejercer una acción legal para obligar a nuestro Estado socialista a que ejerza su capacidad represiva para punir a cualquiera que se sobrepase en las atribuciones de su cargo o que se niegue a cumplir con lo establecido. Las leyes por sí solas no determinan la solución de los problemas, pero contribuyen a ello. Y a eso es a lo que quiero llamar la atención aquí, a la necesidad de perfeccionar los instrumentos jurídicos para el desarrollo de un Estado socialista de derecho. En este caso que nos ocupa, cuando un funcionario se niega a permitir el acceso de un periodista a una información, o el acceso de cualquier ciudadano, lo primero sería dictar una ley que estableciera claramente cuáles son aquellas informaciones que son clasificadas, cuál es el límite temporal de su restricción al conocimiento público, y cuáles los mecanismos a los que puede acudir cualquier ciudadano para exigir el cumplimiento de ese derecho a la información. Y lo segundo sería instruir a los órganos fiscales de la necesidad de dar curso a esas demandas y dotarlas de las premisas materiales necesarias para asumir esa tarea. Por supuesto, no se trata sólo de crear estructuras, sino que es también una tarea vinculada al campo de la formación de conciencia, de valores, de representaciones. El Estado y el Partido tendrían también que esforzarse para que la cultura de la defensa y cultivo de lo público prendiera en nuestra sociedad. Para comprender algunas de las dificultades que enfrentamos para el desarrollo de la esfera pública, bastaría con reflexionar en torno a estas tres preguntas que se me ocurrieron inmediatamente que leí este artículo en Granma: ¿Podría acudir este periodista a la fiscalía no sólo para obtener esta información sino también para exigir una sanción a ese o esos funcionarios que se negaron a proporcionársela? ¿Podría encontrar receptividad en esa fiscalía para ejecutar esa acción legal? ¿Podría encontrar comprensión y receptividad en la dirección de su órgano de prensa y entre sus compañeros y las organizaciones políticas y de masas de su entorno, o se le estigmatizaría con el argumento de que le está proporcionando armas al enemigo? La respuesta a estas interrogantes no es tarea simple. Pero en ellas se decide, en buena medida, el futuro de la nación.

Intervención de Jorge Luis Acanda González en el panel “El sentido de la esfera pública en Cuba”, el 28 de febrero de 2012, en el  Centro Teórico-Cultural Criterios, en el 40 Aniversario de la publicación. Texto circulado por el ensayista, editor y traductor, Desiderio Navarro.